jueves, junio 12

En la destilería

Eugenio Aguirre


En el pueblo de Tequila, famoso por la bebida que lleva el mismo nombre, los visitantes, allá por el año 1894, acostumbraban embriagarse bebiendo el líquido turbio del agave azul hasta caer inconscientes sobre los peroles de los chicharrones y de las carnitas o encima de los platones de tostadas de pollo, tinga o guacamole. Esa era la costumbre y nadie se asombraba de tan brutal proceder.


Sin embargo, las cosas comenzaron a cambiar por el mes de octubre, un poco después de que hubiera terminado la temporada de lluvias, cuando los efectos de un tequila apellidado “Lucifer” empezaron a causar estragos nunca antes vislumbrados.


El primer grupo que manifestó los transtornos pérfidos de la bebida fue el de unos émulos del barón Alejandro de Humboldt. Estos personajes, cuatro en total e incluyendo a una dama, habían llegado desde la ciudad de Berlín hasta Guadalajara para estudiar detenidamente el agave que, con tanto esmero y dedicación, había descrito el famoso botánico en su monumental obra Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente. Así, después de pasar un par de semanas recorriendo la región y paladeando cuanto tequila les ofreció la sociedad tapatía, en ágapes y saraos harto sabrosos y bullangueros, fueron a dar, por consejo de don Emmanuel Carballo, a la finca de don Cecilio Orendáin, quien durante tres días consecutivos los puso al tanto de todos y cada uno de los elíxires de Tequila; dejando para el final y previo reposo intestinal, a los más garridos que se añejaban en la zona sur, sobre el camino real que conectaba la Perla de Occidente con las tierras, por entonces inhóspitas, de los nayaritas.


Los “gringos” , como dieron en llamarles los lugareños, se recluyeron en una cruda conventual que les duró una semana, durante la cual bebieron litros de cerveza traída exprofesamente de Orizaba y comieron pitahayas y tunas taponeras, hasta que su naturaleza recobró el ritmo y el color propios de la buena digestión.


Curados de sus males con los cuidados que les prodigó don Cecilio y, sobre todo, su mujer, doña Íñiga Arreola de Orendáin, los extranjeros expresaron su disposición para aventurarse con los “Herradura reposados”, con los “Cazadores de Tlaquepaque” y con el celebérrimo “Lucifer”.


Don Cecilio, siempre generoso y obsequioso, no tuvo empacho en halagar a sus huéspedes; aunque, precavido como era, prefirió dosificar las libaciones, tal cual le aconsejaba la prudencia.


El gaznate de cada uno de los científicos recibió y pasó bien la prueba de los primeros añejos, según se refleja en las anotaciones que dejaron consignadas en sus respectivos diarios; pero, cuando llegaron a la experimentación con el “Lucifer”, no sólo dejaron de escribir sino que el registro de lo que les aconteció pasó a ser leyenda y tradición oral que aún persiste en la memoria colectiva de la población de Tequila.


Si acudimos a la impronta del epitafio que el pueblo colocó en la tumba común a la que fueron arrojados, leeremos que “Aquí yacen cuatro gringos hijos de tal por cual que se murieron por pedos, por desmadrosos y por degenerados”; y ya esto moverá nuestra curiosidad para el al Archivo del estado de Jalisco, solicitar los expedientes del Ramo de lo Criminal de la época, y enterarnos que




…después de andar de la seca a la meca con un sujeto del caserío llamado El tequila, conocido como don Cecilio Orendáin, dueño de unas pencas tequileras, los dícense alemanes, pero que más bien son unos pinches gringos, se embriagaron con “Lucifer” de noventa y seis grados y cada cual tomó un rumbo desastroso que lo llevó a efectuar desmanes que, por injuriosos, no pueden ser describidos [sic] en estos papeles, pero que fueron lo suficientemente afrentosos como para que este Ayuntamiento los mande, a perpetuidad, a rechingar a su madre.




Consultado el historiador regional José María Muriá respondió que, efectivamente, por eas fechas llegaron a Guadalajara los ciudadanos alemanes Christian Schloos, Rupert von Thal, Annita Shumager e Ingomar Swartzbach, respecto de los cuales se niegan a hablar los dos informantes que todavía viven, aludiendo que es pecado mencionarlos. Sin embargo, Muriá llegó a conocer a una señora de Lagos de Moreno, de nombre Hilda Azuela, quien le contó que, con sus ojos de niña, vio a la “gringa” Annita correr desnuda por el atrio del Hospicio Cabañas, gritando puras groserías; y que, dos días más tarde, escucho a su madre recriminarles a su padre y a sus hermanos el haber “cohabitado” con la extranjera en el quiosco que está en la plaza frente al teatro. Muriá concluyó diciendo que, aunque no hay constancias, se presume que la Shumager fue lapidada por una turba de mujeres celosas e iracundas que reclamaron, así, las escandalosas fornicaciones de la extranjera con los varones de sus casas.


Respecto de los otros tres hay sólo rastros que, eventualmente y con mucha imaginación, pueden darnos indicios de lo que sucedió. En lo que fue un cuartucho de adobe, presumiblemente un sanitario, se lee en una de las paredes: “…y por eso lo mato. Este pendejo de Ruperto se cree muy macho porque se bebió dos litros de Lucifer y cree que me puede morder las nalgas…” Y en la cerca de un corral, donde se colocaron dos cruces de cabeza, alguien y sus descendientes, hasta la fecha, cada vez que pasan por efnrente, escupen y maldicen al Cristiano y al Ingo por lo que le hicieron “a mi madre, a mi abuela, a mi bisabuela, a mi…”


Lo cierto es que los cuatro murieron violentamente, que se les negó una sepultura cristiana y que, aunque con modalidades, todos atribuyeron su “enloquecimiento” al famoso tequila “Lucifer”; pero nadie, en aquel entonces, cuestionó e investigó el por qué de sus desmedidos efectos.


A estos hechos sucedieron otros no menos graves entres los propios habitantes del poblado. Don Saleciano Valdés fue apuñalado por su hijo Casiano en una riña etílica, luciferina, en la que el primero dijo a su retoño que, como ya estaba crecidito, podría cambiarse de nombre y ponerse el de “Culo Valdés”. Porfirio Salcedo, nieta del prócer jaliscience Justo Bohigas, comenzó a rabiar y a echar espuma por la boca cuando llevaba media botella de “Lucifer” y no paró hasta que le metieron dos garrafones de agua bendita de Arandas que le salvaron la vida pero que la dejaron idiota. Dos de los ingenieros encargados del tramo Tequila-San Juan Nepomuceno de la carretera federal construida por don Porfirio Díaz, decidieron, con varios litros de “Lucifer” a cuestas, cambiar la dirección de la ruta e inaugurar la carretera Tequila-Chapala. Fueron fusilados en descampado. Y, así, propios y extraños sufrieron lo que, en 1906 se llamó “El mal de Lucifer”.


Parecía que las cosas iban a continuar igual para siempre, sin que nadie se preocupase por el origen alucinógeno del brebaje, ni el dueño de la destilería, quien al parecer vivía como si estuviera “embrujado”, cuando se vino el estallido de la Revolución y, en plena campaña, llegó a Tequila el general Romualdo Fierro, temido por su temperamento salvaje y sus asesinatos imprevistos.


Fierro, que en la toma de Torreón había pasado a cuchillo a todos los chinos de la ciudad y que después de vencer en Zacatecas había ahorcado a las prostitutas de la casa de La bandida con sus propias manos, con el pretexto de que “las güilotas no deben vestirse como cisnes”, dedicó varios días en Tequila a “ambientarse” con la “bebida de los machos”. Lo que nunca imaginó es que con “Lucifer” iba a perder la compostura y a ganarse la fama de marica, a pesar de que cobró cruenta venganza.


Como muchos otros, no resistió a la tentación de probarlo, a pesar de que le habían advertido de sus efectos nocivos. Lo hizo y no tardó en andar paseándose por el pueblo vestido, ni más ni menos, que de china poblana.


De sobra está decir que las carcajadas de sus subalternos y del doloroso contoneo de sus caderas le llenaron de vergüenza y de una cólera infinita, situación de la que cobró conciencia gracias a la maldad congénita que lo caracterizaba.


No bien se le asentaron un poco los vapores de “Lucifer”, Romualdo Fierro se apersonó en la destilería y acribilló a l dueño. Luego, entró a lugar rugiendo y maldiciendo; mas al poco tiempo lanzó una carcajada que erizó el cuero cabelludo de sus soldados y de los habitantes de Tequila.


Lo que Fierro vio ahí ya ha pasado a formar parte de la mitología pero para los testigos presenciales fue algo inconcebible. Dicen, sus sucesores, que sus abuelos vieron sobre los anaqueles que contenían las ringleras de botellas a un “diablo rojo y vergudo que se orinaba en cada una de ellas y después les colocaba el corcho”.


Al ver aquello, los soldados comenzaron a disparar pero Fierro los detuvo. “¡Este tequila debemos guardarlo para los generales, pa’ que sepan lo que es una revolución, chingao!”


Fierro cumplió su palabra. La última botella la descorchó el general Victoriano Huerta el día que usurpó la Presidencia de la República.


Tomado de la revista Universidad de México. Revista de la Universidad Nacional Autónoma de México, Diciembre 1994. NÚM. 527.

Hasta la próxima...



1 comentario:

Anónimo dijo...

le falta