lunes, mayo 5

Barbarie de media noche

La tormenta terminó, me estoy desangrando. El dolor es insoportable. Intento refugiarme en algún lugar seco. Encuentro por fin un pequeño lote donde los pocos heridos acudimos por auxilio. Nos acomodan en filas y las camas escasean. Después de un rato y casi sin energía me toca ocupar un lugar para ser atendido, es imposible; David, con los sesos de fuera, llega agonizante a robarme el lugar.


Son enfermeras improvisadas; señoras que veían la televisión idiotizadas mientras la masacre. Rociaban alcohol y jugo de limón para aliviar el dolor. Todos gritaban. Se escuchaban chillidos de niños y jóvenes a punto del desmayo. Martha, una de las improvisadas, gritaba:


-¡Ay, Dios mío! – mientras se jalaba los cabellos como una loca.


Eran casi las tres de la madrugada cuando llegaron los médicos; ya muchos habían muerto. Yacía a mi lado el cadáver de Josefo, un veterano al que apuñalaron cuando intentó defender a su hijo.




Todo comenzó la noche de un martes. Eran casi las once de la noche cuando los dos barrios se <<dieron el encerrón>>.


Estaba en casa de Ernesto. Comenzó la llovizna y decidí irme a mi casa. Eran diez calles hacia mi refugio. Pasaba por la tienda cuando escuché el primer estruendo. Jamás había escuchado un balazo y no me enteré sino hasta que crucé la tercer calle. Era Raúl el que me pedía ayuda desesperado. –¡Ayúdame, cabrón!– gritaba el rulo. Ante la sorpresa decidí ayudarlo. Yo nunca me había llevado bien con él, siempre teníamos rencillas dentro de la colonia. Era un tipo enano con pinta de ladrón, que se escondía entre la multitud de su grupo para intimidar. Lo acosté en la banqueta y le dije que iría por un doctor, él se negó. Fue ahí cuando empezó todo.


Me pidió esperara a Miguel, quien traería refuerzos para contraatacar. Se escucharon un par de balazos más al aire, eran de Miguel. Sin quererlo estaba en medio de la batalla.


Pasó una media hora de tranquilidad. Un ejército improvisado de mal vivientes se armaba con palos, piedras, cuchillos y pistolas. Líneas y líneas de cocaína se inhalaban para encarar la batalla. Era el momento.


Faltaban veinte minutos para que aquel martes se extinguiera en el recuerdo. En un abrir y cerrar de ojos <<los trece>> estaban ahí.


–¡Chingó a su madre su pinche colonia de fantoches!­– amenazaron.


Llegaron por decenas. Balazos y puñaladas por doquier. Al correr por mi vida pude escuchar los lamentos de una persona en el callejón; faltaban 5 calles para mi casa…


La lluvia arreció y los charcos eran rojos. Parecía el final. Ayudé a la persona en el callejón, era Manuel.

–Me jodieron– sollozaba.


No sabía cómo ayudarlo. Ya cerca se escuchaba la muerte. Lo oculté como pude al lado de un tambo de basura, prometí volver por él.


Corrí como nunca en mi vida, esquivé camiones a gran velocidad. Volteaba y divisaba gente tirada. Nadie hacía nada.


Pasaban los primeros minutos del miércoles cuando me agarraron. Recibí una golpiza que se sentía hasta los huesos. Azotaron mi cabeza varias veces contra el cemento, sentí se me saldrían los ojos. Un par de cuchilladas en la yugular casi me terminan...


Era una de las peores tormentas, parecía que Dios nos castigaba. Nos castigaba por ser un lugar de viciosos, mal vivientes y ladrones. Nos mostraba un poco de su poder y nos hacía vulnerables.


Regresé por Miguel con mi último aliento. Don Josefo estaba encima de él, apuñalado. Un olor penetrante a muerte me hizo vomitar. La tormenta había terminado, me estaba desangrando. Se asomaba una sirena de patrulla que tímidamente se acercaba al lugar.


Desperté y no sabía si había pasado en realidad.



Hasta la próxima...



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